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El cementerio donde mexicanos entierran a sus muertos con sus propias manos

Aunque el cementerio San Pedro de Tláhuac lleva meses cerrado al público, en su interior se siguen haciendo fastuosos sepelios.

Hay un México que no renuncia a sus tradiciones a pesar de la pandemia. Foto: EFE/Sáshenka Gutiérrez

Hay un México que no renuncia a sus tradiciones a pesar de la pandemia. Es el México de Juan, quien murió de COVID-19 y sus familiares lo despidieron como siempre han hecho: velaron el cuerpo en casa, pasearon el féretro por el pueblo y lo enterraron con sus propias manos.

La Alcaldía de Tláhuac, en el sureste de Ciudad de México, abarca seis antiguos pueblos donde las costumbres siguen marcando el día a día de sus habitantes y las disposiciones oficiales establecidas por la crisis sanitaria poco pueden hacer para alterarlas.

Aunque el cementerio San Pedro de Tláhuac lleva meses cerrado al público, en su interior se siguen haciendo fastuosos sepelios. Y es que México tiene una peculiar y sincrética relación con la muerte, hasta el punto que los funerales se convierten en una fiesta de música, tequila y llantos.

DESENTERRAR A LA ABUELA PARA ENTERRAR AL TÍO

A media mañana, Demetrio llegó a este panteón repleto de lápidas trazadas de forma irregular. Sus ojos rojos y ebrios andares revelaban que no había sido una noche fácil. Su hermano Juan había fallecido esa madrugada.

Aunque el funeral estaba programado para la tarde, había mucho trabajo que hacer antes.

"Todos los panteones de la Alcaldía son panteones vecinales. (...) La mayoría de servicios son realizados por los mismos familiares. Si alguien fallece, se ponen de acuerdo para raspar la tumba donde será sepultado el cadáver", contó este lunes a Efe Daniel de la Cruz, jefe de panteones de Tláhuac, donde se han triplicado los entierros por la pandemia.

Tras la llegada de Demetrio, fueron llegando todos los hombres de la familia, la mayoría sobrinos del difunto, para dejar lista la fosa familiar donde enterrarían horas más tarde a Juan, quien falleció a los 52 años.

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Una decena de sobrinos rasparon la tumba de la abuela, un arduo trabajo de unas cuatro horas que consiste en levantar la lápida, desenterrar el féretro, meter los restos de huesos y ropa en una bolsa de plástico y dejar espacio para Juan, el nuevo difunto.

"Cuando hay solvencia pagas para que lo haga un trabajador del panteón, pero aquí lo sabemos hacer y todos los trabajos los hacemos nosotros", contó Javier, uno de los primos que paró un momento de cavar para servir cerveza a todos sus parientes.

"Es para convivir", añadió mientras la cumbia resonaba a través de un altavoz que llevaron al cementerio, donde botellas de cerveza y tequila acompañan a las ofrendas florales en algunas lápidas.

El tío Juan falleció sin dejar hijos, pero sus sobrinos lo querían como un padre y ya estaban planeando una gran fiesta para su cumpleaños en enero.

VELAR UN FÉRETRO PLASTIFICADO

Mientras los hombres raspaban la tumba entre cervezas, los lloros de la esposa, la hermana y otras mujeres de la familia resonaban en la casa de Juan, no muy lejos del panteón.

Las autoridades mexicanas han pedido no velar a los fallecidos por coronavirus, una enfermedad que ha situado a México como el tercer país con más fallecidos del mundo, pero saltarse las exequias es algo impensable para muchas familias de Tláhuac, acostumbradas a convivir con el cadáver durante varias horas.

Por eso, las puertas de la casa estaban abiertas de par en par a fin de que vecinos y amigos pasaran unos últimos instantes con Juan, cuyo féretro yacía encima de un altar en el patio del domicilio.

La crisis sanitaria solo se dejaba entrever por un detalle, además de los cubrebocas: el ataúd había sido recubierto de plástico en el hospital como dicta el protocolo sanitario por la pandemia para evitar que los allegados lo abran

La familia cumplió, aunque la incredulidad viaja a la misma velocidad que el virus en muchas zonas del país. "Mi tío no quería ir al hospital porque allí vas a lo que vas. Dijeron que tenía COVID pero nadie nos enseñó un papel que lo demuestre", explicó Javier con resignación.

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EL CAMINO A LA INVERSA

A las 3.30 de la tarde, los hermanos y primos del difunto regresaron al domicilio. La tumba ya estaba lista y podía comenzar el festejo.

Junto a una banda musical de estridentes trompetas y tambores, colocaron el ataúd en una carroza fúnebre con la parte trasera abierta, que fue seguida por una cuarentena de personas durante un recorrido de una hora por el pueblo que paró un momento en la iglesia y finalizó en el cementerio.

"De acuerdo al protocolo tendrían que entrar 20 personas, todos con cubrebocas, sin arreglos flores ni acompañamiento musical. Tendría que entrar la carroza y directamente depositarlo a la tumba. Desafortunadamente la gente no acata esta instrucción", indicó el responsable de cementerios.

En plena pandemia, han llegado cortejos fúnebres de hasta 200 personas, contra lo que nada pueden hacer De la Cruz y el joven que vigila el acceso del panteón de San Pedro.

Ya en el cementerio, la familia de Juan siguió el mismo proceso a la inversa.

Los hombres cargaron y depositaron el ataúd en el hoyo junto a la bolsa con los restos de la abuela, fallecida en 2014, lo cubrieron de tierra y depositaron de nuevo la lápida, que ya contenía un nuevo nombre: Juan José Pueblita.

"Sube el volumen", le dijeron a una adolescente de la familia encargada de poner música en un altavoz cuando irrumpió en el cementerio otro cortejo con una banda más estruendosa.

"Esto no terminó. Ahorita iremos todos a la casa a comer", explicó Javier antes de proseguir con la fiesta familiar que Juan planeaba y que ya no tendrá.